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miércoles, 29 de junio de 2011

EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA, LO QUE ME ENSEÑÓ MI ABUELA O CÓMO SOBREVIVIR A UN VIAJE EN TREN

Se habla mucho en estos días de la nueva asignatura Educación para la Ciudadanía. Desconozco su desarrollo curricular, y por ello, no me atrevo ni a criticarla ni a ensalzarla. Sin embargo, si investigara a fondo sobre el tema, me da miedo encontrarme que tal vez se haya dejado de lado una faceta importantísima en la educación de un ser humano: lo que mi abuela llamaba urbanidad o buenos modales. Somos un país de péndulo, y ahora el péndulo marca lo que es o no moderno, progresista. Y parece ser que el tener conocimientos sobre cómo desenvolverse en público y en privado de una manera educada, civilizada, no está de moda. Solamente hay que observar a nuestro alrededor para darse cuenta de ello. También es verdad que, como algunos piensan, esa materia educativa le corresponde impartirla a la familia. Pero, ¿qué pasa si en el seno de la propia familia se desconocen esos simples hábitos de convivencia y respeto hacia los demás? Alguien tendrá que asumir la existencia de ese vacío en la formación contemporánea, y alguien deberá asumir su enseñanza. Porque la realidad que estamos viviendo respecto a la pérdida de educación colectiva, supera la ficción de películas, series de televisión y vídeo juegos.

Soy asiduo viajero, y el medio de transporte que más uso es, sin duda alguna, el tren. Y en mis viaje, mes tras mes, contemplo la falta absoluta, en niños y mayores, de esa educación para la ciudadanía, apartado urbanidad.
Un tren se convierte durante unas horas en un microcosmos de la sociedad, con la representación de todas las edades, razas, sexos, gustos y colores. En este microcosmos yo observo con claridad meridiana la falta de educación cívica que nos invade. No es que haya mal educados, sino como dice una amiga mía, hay "malos aprendidos o vacíos de contenido". Es decir, o que lo aprendimos mal o nunca nos lo enseñaron, porque eso ya no era moderno.

Un viaje en tren se convierte en toda una aventura, y como pasa con el carné por puntos de conducir, los vamos perdiendo a gran velocidad. La pérdida de puntos comienza con la llegada del tren al andén: adelantamientos indebidos por derecha e izquierda para el asalto a la puerta de entrada al vagón; conducción temeraria de artilugios con ruedas, maletas o maletines, que acaban incrustados en espinillas de pobres piernas o depositados sin miramientos sobre pies ajenos. Y de ninguna boca sale una expresión que suponga petición de disculpas por tal comportamiento. Muy al contrario, seguramente nos llevaremos un caluroso "espabila, pasmao".

Una vez dentro del vagón, y a pesar de la tecnología que Renfe aplica en la asignación automática de asientos, siempre se dará la circunstancia de que alguien, con mal tono, nos haga ver que estamos sentados "en su asiento". Hechas las oportunas comprobaciones de número de vagón, de número de asiento, e incluso de fecha, en los billetes, sea el error nuestro o de la otra persona, nunca lo asumiremos, y siempre será culpa de Renfe, y en especial, "de la tonta de la chica esa de la ventanilla". En España siempre hay una tonta en una ventanilla a quien echarle la culpa. Somos el país con el índice más alto de toda Europa de tontas por ventanilla.

Decido acercarme a la cafetería del tren y con bolígrafo y papel, acodarme allí un rato. Cíclicamente se suceden los altercados en la barra en el momento de pedir una consumición. Nadie, absolutamente nadie, ni niños ni mayores, se molestan en preguntar quién es el último en la fila, o como decía mi abuela "pedir la vez". Se da por sentado que el mero hecho de haber entrado en el recinto, le da a uno el derecho de pedir nada más llegar a la barra, sin "ver" a las demás personas que hay a nuestro alrededor.

Conseguidos el bocata y la cerveza, acampamos literalmente en alguno de los mostradores del recinto. Y digo acampamos porque solemos ocupar nosotros solos el espacio que está diseñado para tres personas. Desplegamos sobre la barra nuestra consumición, el bolso, el periódico o revista que queremos leer, e incluso, a nuestro hijo de corta edad, para que mire el paisaje y de paso, meta su pie en la bandeja del sandwich del señor que está a nuestro lado. Y nos haremos "los tontos" enfrascados en la lectura del periódico que Renfe deja allí a disposición de todos los viajeros. Eso si alguien no se lo ha llevado antes, en un despiste de "omisión" como dicen algunos. Si sigue allí el tabloide, escasamente habremos podido hacernos con algunas páginas, ya que como Salomón, habremos repartido las diferentes secciones entre el que quiere ver los resultados del Madrid, la joven que "tiene" que consultar la cartelera, y la señora mayor del Imserso que, tijeras en mano, se dispone a cortar el cupón para hacerse con la vajilla que regala el ABC esta semana.

Decido volver a mi vagón y a mi asiento. Desde lejos veo que afortunadamente sigue vacío, esperándome. Les puedo asegurar a Uds. que llegaré con las piernas y caderas muy cansadas, porque es "la hora del baile". Al natural movimiento del tren, se suman los movimientos que hacemos en el estrecho pasillo cuando nos encontramos a otro viajero que viene de frente, en dirección contraria a la nuestra. ¿Qué hacemos? Bailar el mambo: los dos avanzamos a la vez, requiebro a la derecha, requiebro a la izquierda, mejilla contra mejilla y ....mambo! Vuelvo a recordar a mi abuela y sus "antes de entrar dejen salir, se circula por la derecha, se cede el paso a una señora, y si me cruzo con otra persona en sitio estrecho, las dos personas hacen el pase de espaldas". Evitaré al lector describirle lo que pasa cuando se hace el paso justo al revés, de cara, ya sea hombre-mujer, mujer-mujer u hombre-hombre. Use cada uno su imaginación calenturienta.

Llego al fin a mi asiento, agotado. Sólo me resta hacer el triple salto mortal para pasar por encima de mi compañero de asiento, que es incapaz de levantarse para facilitarme la labor. Al fin podré sumergirme en la lectura de "La fuerza del optimismo", del doctor y profesor Rojas Marcos, para compensar. Vana ilusión la mía. Le toca el turno a los ruidos interiores. El primero, la gran variedad de tonos y politonos de los teléfonos móviles que todos llevamos encima. Desde el más chabacano al más moderno, van a conseguir distraernos de nuestra lectura y desear que dueño descuelgue de una vez el aparato. Claro que no sabemos qué es peor. Si el primer ruido nos producía cierto desasosiego, el segundo ruido nos va a producir vergüenza ajena. Atónitos, vamos a asistir a un monologo, o varios a la vez, con toda la fuerza contenida en las cuerdas vocales. Sin pizca de pudor, flotan por el vagón las intimidades de la persona, ya sean privadas o profesionales: lo pesada que es nuestra cuñada, cómo vamos a engordar una factura de un cliente o las proezas sexuales del colega del sábado. De nada sirven los anuncios por la megafonía de la tripulación auxiliar pidiendo que se moderen los teléfonos y se usen las plataformas exteriores para hablar. Y nadie siente el más mínimo pudor o sonrojo por el hecho de que tengan que recordárnoslo públicamente. Da lo mismo.

Por un momentos los móviles se callan, y parece que puede reinar la paz. No. Comienza la proyección de la película, para cuya audición se han repartido los auriculares. Y uno, en el ejercicio de su libertad, raramente sigue la película...voluntariamente. Porque siempre hay quien, a voz en grito, narra a su acompañante los diálogos-incluso los posibles ladridos del perro protagonista-, avisa al respetable de que el malo va a matar al bueno, o hace retumbar el vagón con sus carcajadas estridentes. Y así, vemos cómo nos invaden nuestro espacio vital psicológico. Y digo el psicológico porque el físico, hace rato que me fue invadido por el codo de mi compañero de asiento, tan ricamente acomodado en mi lomo. Viene a mi mente la voz de mi abuela repitiendo aquello de que en asientos compartidos- cine, teatro, tren-, el reposabrazos de la izquierda era el tuyo, quedando el de la derecha libre para el usuario del otro asiento. Aquí mi amigo usa los dos, desparramado en su asiento.

Estoy llegando a mi destino. Estas tres horas me han permitido comprobar la necesidad que tiene este país, que tenemos todos, de que se nos aplique una buena Educación para la Ciudadanía, apartado Urbanidad. Que no es otra cosa que aprender a convivir- vivir con otro-, a respetar a los demás, a comprender y practicar que mi libertad acaba donde empieza la tuya.

Este articulo, que escrito en casa me hubiera llevado veinte minutos, aquí en el tren, han sido tres horas. Pero me llevo una gran cantidad de información, seguro que útil para mi futuro inmediato, a saber: que un jefe de Endesa es idiota, que la sobrina de alguien que vive en Elda (Alicante) está embarazada y que se sabe, se nota, que España no pasará de cuartos. No sé si de cuartos traseros o delanteros. Pero de eso me enteraré en el próximo viaje.

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